En los ojos abiertos de los muertos
¡que fulgor extraño, qué humedad ligera!
Tapiz de aire en la pupila inmóvil,
velo de sombra, luz tierna.
En los ojos de los amantes muertos
el amor vela.
Los ojos son como una puerta
infranqueable, codiciada, entreabierta.
¿Por qué la muerte prolonga a los amantes,
los encierra en un mutismo como de tierra?
¿Qué es el misterio de esa luz que llora
en el agua del ojo, en esa enferma
superficie de vidrio que tiembla?
Ángeles custodios les recogen la cabeza.
Murieron en su mirada,
murieron de sus propias venas.
Los ojos parecen piedras
dejadas en el rostro por una mano ciega.
El misterio los lleva.
¡Qué magia, qué dulzura
en el sarcófago de aire que los encierra!
No lo salves de la tristeza, soledad,
no lo cures de la ternura que lo enferma.
Dale dolor, apriétalo en tus manos,
muérdele el corazón hasta que aprenda.
No lo consueles, déjalo tirado
sobre su lecho como un haz de yerba.
La música de Bach mueve cortinas
en la mañana triste, y un viento con amores
se desliza en las calles y en los corazones.
Nadie sabe por qué, pero se alegran las sombras y los hombres
como si Dios hubiese descendido a fecundarlos
y en el asfalto espigas de oro florecieran.
En el día de hoy el sol ablanda
y mansa luz como un aceite unta
a los cansados y a los tristes.
Un canto para sordos se desprende de las cosas
y esa terrible dulzura que es Dios insoportable
contagia la salud de un pecho a otro.
Es la hora interminable, la inasible,
la eternidad que dura un abrir y cerrar de ojos.
(Mientras esto he dicho, el día se ha partido en
dos como una granada madura.)
Allí había una niña,
En las hojas del plátano un pequeño
hombrecito dormía un sueño.
En el estanque, luz en agua.
Yo contaba un cuento.
Mi madre pasaba interminablemente
alrededor nuestro.
En el patio jugaba
con un rama un perro.
El sol -qué sol, qué lento-
se tendía, se estaba quieto.
Nadie sabía qué hacíamos,
nadie, qué hacemos.
Estábamos hablando, moviéndonos,
yendo de un lado a otro,
las arrieras, la araña, nosotros, el perro.
Todos estábamos en la casa
pero no sé por qué. Estábamos. Luego el silencio.
Ya dije quién contaba un cuento.
Eso fue alguna vez porque recuerdo
que fue cierto.
No se dice.
Acude a nuestros ojos,
a nuestras manos, tiembla, se resiste.
Dices que esperas -te esperas- desde entonces,
y sabes que el adiós es inútil y triste.
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia ninguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacanes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, habrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.
Con siglos de estupor,
con siglos de odio y llanto,
con multitud de hombres amorosos y ciegos,
destinado a la muerte,
ahogándome en mi sangre, aquí, embroncado.
Igual que un perro herido al que rodea la gente.
Feo como el recién nacido
y triste como el cadáver de la parturienta.
Los que tenemos frío de verdad,
los que estamos solos por todas partes,
los sin nadie.
Los que no pueden dejar de destruirse,
ésos no importan, no valen nada, nada,
que de una vez se vayan, que se mueran pronto.
A ver si es cierto: muérete.
¡Muérete, Jaime, muérete!
¡Ah, mula vida,
testaruda, sorda!
Poetas, mentirosos, ustedes no se mueren nunca.
Con su pequeña muerte andan por todas partes
y la lucen, la lloran, le ponen flores,
se la enseñan a los pobres, a los humildes, a los que tienen esperanza.
Ustedes no conocen la muerte todavía:
cuando la conozcan ya no hablarán de ella,
se dirán que no hay tiempo sino para vivir.
Es que yo he visto muertos,
y sólo los muertos son la muerte,
y eso, de veras, ya no importa.
Un desgraciado como yo no ha de ser siempre desgraciado.
He aquí la vida.
Puedo decirles una cosa por los que han muerto de amor,
por los enfermos de esperanza,
por los que han acabado sus días y aún andan por las calles
con una mirada inequívoca en los ojos
y con el corazón en las manos ofreciéndolos a nadie.
Por ellos, y por los cansados que mueren lentamente en buhardillas
y no hablan, tienen sucio el cuerpo, altaneros del hambre,
odiadores que pagan con moneda de amor.
Por éstos y los otros, por todos los que han metido las manos
debajo de las costillas
y han buscado hacia arriba esa palabra, ese rostro,
y sólo han encontrado peces de sangre, arena...
Puedo decirles una cosa que no será silencio,
que no ha de ser soledad,
que no conocerá ni locura ni muerte.
Una cosa que está en los labios de los niños,
que madura en la boca de los ancianos,
débil como la fruta en la rama,
codiciosa como el viento:
humildad.
Puedo decirles también
que no hagan caso de lo que yo les diga.
El fruto asciende por el tallo, sufre la flor y llega al aire.
Nadie podrá prestarme su vida.
Hay que saber, no obstante,
que los ríos todos nacen del mar.