Con hilo y agujas me cerraron los labios.
Estuve viendo el día y la noche, los días y las noches,
sin hablar, sin moverme,
Estuve viendo el día y la noche, los días y las noches,
sin hablar, sin moverme,
con cangrejos prendidos a mis brazos,
pudriéndome como un costal de frutas y gusanos.
Alguien me levantó, me dijo, no entendí,
me abandonó en el campo,
me eché a rodar sobre la yerba
entre flores despiertas y fantasmas mojados.
Una mujer entonces —tenía los pechos duros y altos—
me hizo beber en sus labios;
cansada la cabeza en sus muslos de madre
me untó sus manos.
Abrí los ojos en el mar,
en el fondo del mar, de sal azul hinchados,
y mis ojos tatuaban las algas encendidas
y en su cristal mordían peces dorados.
Un viejo sol hundido
me andaba buscando.
Había un arpa rubia, de cabellos de niñas ahogadas,
que el agua tocaba con dedos extraños.
Un caracol vestido de blanco
soplaba hacia dentro,
enrollaba el carrete de un viento muy largo.
Las perlas crecían despacio
y eran el silencio que se congelaba en el corazón de los náufragos.
Yo sentía el pecho lleno de paloma y de batracios.
Cuando llegó la noche, yo olí que mis manos olían a noche.
Estaba en la caverna donde la araña del espanto
teje las horas sobre huesos amargos.
Allí la soledad existía a pedazos.
Yo no era yo, podía ser yo apenas,
quizás yo estaba a mi lado,
había muchos, perdidos, desesperanzados,
en una sangre obscura corrían a morirse,
corrían con los esqueletos quebrados.
Antes de llegar al barranco del sueño
hay una roja luz que hierve sin descanso,
duendes y duendes vienen
y cortan con tijeras los párpados.
Al alba nadie llega. Pero llegaban
gargantas de los pájaros.
Estuve ahí escondido
débil entre las hojas del aire morado.
Digo lo que aprendí,
como cuando me hice sombra para un árbol.
Digo lo que he olvidado.
Desde entonces tuve el corazón descalzo.